La “Marsellesa” reactualizada

“¿No oís bramar por las campiñas a esos feroces soldados? Pues vienen a degollar a nuestros hijos y a nuestras esposas. ¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones, marchemos, marchemos, que una sangre impura empape nuestros surcos…”.

Tales durísimas palabras, escritas por Rouget de Lisle en 1792, son del texto de La Marsellesa, constitucionalmente himno nacional de Francia desde 1958, aunque fuera muchas veces asociada a la larga historia del país, en particular durante la ocupación alemana.

La violencia de su texto motivó una polémica durante la Presidencia de Valery Giscard d’Estaing. Algunos argumentaban que el himno se tocaba actualmente en conmemoraciones o manifestaciones que nada tenían de bélico y que nuestra época no justificaba tanta violencia textual contra unos enemigos en las fronteras que ya no existían.

Estos días La Marsellesa brota por doquier en el pueblo francés, se entona en muchos países del mundo en homenaje a las víctimas de los  atentados del viernes 13 de noviembre en París, y en solidaridad con Francia y su pueblo. Este himno que, en tanto que símbolo de lucha por la libertad, ha tenido un recorrido por el mundo que sólo la Internacional puede disputarle, a modo de canto a la revolución, recobra hoy todo su significado, viejo, de más de dos siglos.

Nadie puede negar que los soldados del ejército del Estado Islámico han degollado inocentes civiles, nuestros hijos y nuestras esposas, en las calles de París o en el teatro del Bataclan. Es asimismo cierto que el presidente François Hollande ha declarado que Francia está en guerra y sus primeras medidas anunciadas se justifican por las necesidades de esta nueva guerra. Pero, ¿irán a las armas los ciudadanos? Desde luego no se les pide. Pero una forma de participar en esta nueva guerra es pensar en lo que se puede hacer para ayudar a su Patria. Y entonces muchas actitudes y reivindicaciones actuales deberían pasar a un segundo plano. Como deberían cambiarse, sobre todo, las formas habituales de defender las propias ideas y proposiciones políticas en democracia que acostumbran buscar más bien desgarro que solución. Pocas probabilidades de ello existen.

Más allá del horror, de la rabia, de la emoción, hay algunas verdades que deben encararse.

Sí. Estamos ante una nueva forma de guerra. Desde hace años el enemigo despliega su barbarie provocando millares y millares de muertos, miserias y éxodos. Los de París no serán, seguramente, los últimos. Las democracias deben afrontar esta guerra manteniéndose como democracias, en sus leyes y su cultura, que son justamente las atacadas. Pero no existe guerra limpia. Todas las guerras, tarde o temprano, tienen algo de sucio. Bien lo sabemos nosotros, que sufrimos durante más de treinta años la que nos impuso ETA.

Los atentados de París no son los primeros en Europa. Antes hubo la masacre de Atocha, la de Londres, sin contar otros atentados menos mortíferos pero de idéntico significado. Pero la forma, sobre todo la reivindicación por un Estado islámico, aunque tal Estado sea informal, supone que la solidaridad europea debe funcionar. No sólo solidaridad de empatía, de policía, sino también una solidaridad como la que llevó a Francia e Inglaterra a declarar la guerra a Alemania el 3 de septiembre de 1939: la solidaridad militar.

Nuestro mundo ha facilitado la difusión de las armas de muerte y no podemos mirar a otro lado cuando existe la realidad de que la barbarie psicópata extienda su nube oscura por tierras de la humanidad, utilizándolas con increíble crueldad y sadismo. La humanidad no puede permitirlo. Los Estados tampoco.

Dijo André Malraux que el siglo XXI sería religioso. Los acontecimientos que buscan llevarnos a una de las formas más atroces de las guerras -la guerra de religión, como la historia ha demostrado- parecen darle la razón. Hay que tener la suficiente fortaleza para no dejarse llevar por esa pendiente que la extrema derecha ya utiliza. Hoy como ayer las víctimas más numerosas siguen siendo los musulmanes. Nosotros también conocimos masacres bendecidas en nombre de un Dios durante la Cruzada franquista.

Cuando me enteré de la tragedia que se vivía en las calles de París estaba oyendo por internet una conferencia de un joven investigador, Idriss Aberkane, sobre la Economía del Conocimiento. Eran dos horas de oxígeno ilustrando las posibilidades que los progresos de la ciencia y de la tecnología ofrecen al porvenir de la humanidad. Desgraciadamente la actualidad destrozaba ese optimismo. No, es inexacto escribirlo así. La violencia no debe destrozar nuestra confianza en la humanidad. ¡Tiene tal experiencia de ella, y tantas veces ya la venció!

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